Nigel y Alistair
Por fin he terminado el cuento macabro que tenía entre manos y que no acababa nunca (los menores o los muy aprensivos que se abstengan de leerlo). Lo he acabado esta tarde pero Blogger ha decidido dejar de funcionar correctamente e impedirme colgarlo hasta ahora. He avanzado a trompicones pero con la idea clara desde el principio. De modo que está mucho más pulido, retocado y maquilladito que las chapuzas que acostumbro a hacer.
Roger había ilustrado ocasionalmente alguno de mis cuentitos pero esta vez he seguido el proceso contrario: he inventado una historia a partir de unos personajes que él dibujó hace tiempo y que desde que los vi me gustaron muchísimo e imaginé ingleses (sonrisa inglesa, si son seguidores de los Simpsons sabrán de qué hablo). El dibujo inspirador está al final, no lo vean hasta acabar de leer para no estropear la sorpresa final...
Nigel y Alistair
En la relativa seguridad oscura, fría y aséptica, llena de ecos y toses del hospital, la asaltaba aún de repente, en medio de la noche, ese olor que le revolvía las entrañas. La sacudía entonces una brutal náusea y la dejaba temblando, bañada en sudor helado, la cena a medio digerir arrojada sobre las impolutas baldosas blancas del suelo. No era un olor real, sólo recordado, pero le llegaba con tanta fuerza como si algo físico la golpeara en el estómago.
Era un olor a carne en descomposición, a sucia humedad, a peluche en un basurero, a bayeta usada y mojada, a perro callejero bajo la lluvia. Y cuando cerraba los ojos con fuerza y dejaba de respirar se daba cuenta de que no podía alejarse de ese olor porque sólo estaba en su cabeza. Y volvían las imágenes de aquél perturbado demente rodeándose a sí mismo con los brazos metálicos forrados de andrajosa imitación de visón que pudo ver cuando escapaba. Su hermano se los había construido, en una burda y penosa imitación de un abrazo maternal... O sensual. Y era ese el olor que recordaba, el de aquellos brazos artificiales, empapados en lágrimas, saliva, semen y sudor agrio durante años.
Sólo había empezado a ser consciente de lo que le estaba pasando cuando la arrojaron al desagradable escondrijo que sería su morada casi un año entero. Sin que pudiera ver a sus raptores la dejaron en el sótano, encerrada con las ratas en la más completa de las oscuridades. Como su padre era un importante empresario supuso que pedirían un rescate, pero cuando a pesar de sus llantos y gritos nadie vino a darle de comer en tres días y tuvo que beber agua de los charcos de filtraciones y hacer sus necesidades en un rincón pensó que quizá se habían olvidado de ella. Se imaginó que moriría allí de hambre, de un modo lento y horrible, o que tendría que sobrevivir cazando y comiéndose crudos a los asquerosos roedores que oía corretear por las esquinas. La realidad fue mucho peor que eso.
Alistair, el mayor de ellos, aquél despreciable gordo psicópata de mirada terrible, inteligente y cruel, bajó al fin a verla con una escudilla repleta de un apestoso engrudo humeante que le tiró a los pies ofreciéndoselo a modo de comida. No se sentía con fuerzas de ser orgullosa o remilgada de modo que comenzó de inmediato a devorar la pasta con las manos. Él emitió una enervante risita asmática y empezó a hablar pausadamente, como quien establece los términos de un contrato, con una espantosa serenidad. Le contó que era afortunada puesto que su hermano Nigel la había escogido a ella. Que había hecho cosas malas en el pasado y por eso tenían que esconderse pero que era un buen chico si no se lo ponía nervioso. Que Nigel necesitaba una mujer y que ella iba a ser buena con él. Le explicó que cuando era pequeño a Nigel le encantaba romper las patas traseras o la parte inferior de la columna a los perros y gatos que encontraba sólo por diversión, por el placer que le proporcionaba ver cómo se arrastraban luego. Y que esperaba que ella se portara bien y no le diera ni a él ni a Nigel razones para acabar arrastrándose como aquellos perros. La avisó de que era imposible escapar porque en 50 kilómetros a la redonda no había ningún ser vivo y que desearía morir antes de lo que le esperaba cuando la atrapasen si intentaba huir porque, que no tuviera ninguna duda, la atraparían. “Ninguna ha escapado nunca”, remató antes de irse.
Nigel iba cada noche al sótano a verla. Era alto y musculoso, macizo como un roble y, si la cara es el espejo del alma, la suya, por lo poco que dejaba ver la solitaria bombilla colgada del techo, estaba podrida hasta la médula. El primer día trajo un colchón de espuma y una manta que dejó allí para ella, como un regalo. Al principio sólo se sentaba a su lado y la rodeaba con sus brazos, y ella procuraba estarse muy quieta, llorando y temblando como una hoja. Él gruñía e imitaba sus gemidos como en un juego macabro. Se quedaba casi toda la noche y la acunaba adelante y atrás con un movimiento autista susurrando “Mamá ya está aquí... Mamá ya está aquí...” Pero Nigel no se conformó con eso...
Una noche le tocó los pechos de forma torpe, rápida y furtiva, como si le quemaran las manos. Se apartó un poco y cuando ella quiso saber si se había ido lo vió masturbándose violentamente. Se marchó de inmediato y la dejó algunos días en paz pero supo que no duraría. Cuando volvió no venía solo. Alistair la amordazó y le aguantó los brazos por detrás mientras Nigel le ponía en la cabeza un saco hediondo y la violaba salvajemente. Duraba apenas unos minutos y cuando acababa, entre bufidos, llamaba a su mamá. Lo repitió cada noche durante meses.
A medida que Nigel fue tomando confianza en su fuerza hercúlea y ella vio que resistirse era totalmente inútil y era mejor dejarse hacer ya no necesitó la ayuda de su hermano para someterla. Alistair nunca la tocó en ese sentido, pero ella sabía que invariablemente permanecía mirando desde la puerta, dominando y contemplando el espectáculo desde lo alto de las escaleras que bajaban al sótano. Por su mirada siempre sospechó que Alistair obtendría más placer cortándola poco a poco y concienzudamente en pequeños pedacitos sanguinolentos. Y seguramente lo hiciera cuando Nigel se cansara de violarla sistemáticamente. Sólo esperaba ansiosamente su turno. A través del saco sólo veía su enorme figura a contraluz pero casi podía imaginar sus minúsculos ojos sádicos fijos en ella, brillando como ascuas. Lo mejor era no mirar, intentar alejarse de su cuerpo para no sentir nada. Y contener las nauseas. Sabía por experiencia que las cosas podían ponerse muy feas si vomitaba...
Volvió al presente con un sobresalto y vio que tenía los nudillos de las manos blancos de apretar los puños y las palmas ensangrentadas de calvarse las uñas en ellas. Una vieja costumbre de su encierro que le costaría abandonar. Consultó el reloj de la pared. Sólo eran las cinco de la mañana y sabía perfectamente que hasta que no avisara a una enfermera que le trajera unas drogas milagrosas sería incapaz de dormir. Como cada noche. Y por la mañana vendría aquél inspector que decía ser psicólogo y la torturaría haciéndole más preguntas, haciéndole recordarlo todo.
Pero ella no quería recordar, no quería pensar que si estaba allí era porque Nigel apareció de improviso una tarde y la liberó a espaldas de su hermano, que debía haber salido. “Tú no eres de él, mamá”, le dijo con su voz gutural y, por la forma en que pronunció la última palabra, ella entendió por qué lo hacía. Nunca antes le había dirigido la palabra. No quería ni ver la cicatriz de su vientre, no quería ni imaginar cómo podía haber un dios que lo hubiese permitido, que permitiera a aquél engendro tener descendencia. Cómo aquél bebé se podía haber gestado en su útero en aquellas condiciones y cómo se lo habían arrancado... Pero sobre todo cómo podían estar criando a esa criatura aquellos dementes. Aquél bebé que cada noche, en sus sueños provocados por somníferos, oía llorar desconsoladamente. Su bebé...
Vean la estupenda ilustración AQUÍ.
Gracias una vez más, Roger.