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miércoles, 7 de diciembre de 2005

La mujer de sus sueños

Desde el primer momento en que la vio algo saltó en su interior y supo que sería la mujer de sus sueños. Llevaba un larguísimo abrigo negro envolviendo por completo su espigada figura y las manos hundidas en los bolsillos. Su cara delgada y expresiva sobresalía por encima de la bufanda y estaba enmarcada por unos rebeldes rizos rojizos. Daba saltitos para quitarse el frío mientras esperaba el tren en el andén. Era la mujer más hermosa que había visto nunca.

Sonrió de soslayo y con comprensión cuando a él, con su torpeza habitual, se le cayó la carpeta llena de apuntes. Algunos se esparcieron por el suelo y un folio fue a volar hasta sus pies, grandes, dentro de unas botas militares. Se acercó y ella se agachó a recogerlo y se lo entregó con una dulce sonrisa sólo para él (que hizo que se removieran unas mariposas en su estómago) y con lo que creyó la voz de un ángel le dijo:

- Éste casi consigue escapar...

Él le miró la mano que le tendía. Y las uñas, arregladas y no muy largas. Y se imaginó cómo serían al arañar su espalda, siendo arrastrada por la pasión. La imaginó desnuda, delgada, con sus largas piernas rodeándole, de veintre plano y pechos pequeños pero hermosos. Imaginó su cuerpo esbelto retorciéndose de placer, su voz al oído, pidiendo más y jadeando. Ese pensamiento, irremediablemente, le provocó una erección y la erección le hizo ponerse colorado como un tomate. Rió tontamente mientras cogía el folio y medio tartamudeó un "gracias".

Esas imágenes iluminaron su vida durante semanas. Durante meses. Durante años.

Llegaba a casa por las noches, se ponía los auriculares con su compacto favorito y se masturbaba en la oscuridad de su habitación pensando en ella.

Muchos años después (dos carreras, unas oposiciones a forense provincial y un matrimonio frustrado después, para ser más exactos) esperaba con impaciencia en la sala de autopsias la llegada de una sargento de policía, que venía con la víctima de un accidente de moto. Todos los compañeros le habían comentado lo buena que estaba. Y por allí se veía a pocas mujeres. Pocas que aún respirasen. Ése era un viejo chiste de forenses.

Definitivamente la sargento sólo era un par de tetas enormes unidas a una mujer más bien vulgar y poco interesante. Jamás le habían gustado las mujeres desbordadas como aquella. Le parecían poco femeninas, avasalladoras con sus pectorales desmesurados, como grandes matronas de la antigua unión soviética. Y tenía pinta de ser una cabrona también, con aquella cara de estreñida, dando órdenes a los camilleros, diciéndole a él que se diera prisa, que se quedara esa noche a hacer horas extras porque necesitaba el informe para ayer.

Habían dejado al motorista sobre la mesa, cubierto con una sábana, en medio de la fría sala con olor a formol. A éste no le ha salvado el casco, pensó. Cuando lo destapó casi se muere al ver su cara. Era una chica, con una cara delgada que debió ser expresiva enmarcada por unos rebeldes rizos rojizos. A pesar de los años transcurridos la reconoció. Le miró las manos y sus preciosas uñas redondeadas, pintadas de rojo amapola. Era tan hermosa como cuando la vio la primera vez en el andén. Y volvió a imaginarla pero esta vez sobre él, con las manos apoyadas sobre su pecho, cabalgándole, con el pelo alborotado y sus tetas saltando al ritmo de las embestidas. Ese pensamiento, irremediablemente, le provocó una erección.

Como era tarde y casi no quedaba nadie se encerró, la desnudó y la poseyó allí mismo, sobre la mesa de autopsias.

Después lloró un buen rato en silencio y al llegar a su casa se pegó un tiro en la cabeza con el revólver que guardaba en la mesita de noche.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta cuando te decides a escribir historias ficticias.

A ti también te ha dado por matar gente??

Nuala dijo...

No me sale ser mala con mis personajes. Tengo que esforzarme y echarle mucha mala ostia.

Me quedan cosas como lo expuesto...