Diario de París: martes, 25 de octubre
Último día en París. No quiero volver. Me quedaría aquí toda la vida. ¿Por qué tiene que acabar tan pronto?
Hoy la misión era comprar regalos (uno de cumpleaños porque el sábado fue el de la madre de R.) y souvenirs. Yo me llevaré alguna botella de Burdeos y queso. Él, además del regalo, un pin, queso, vino y algo para su abuela.
Por la mañana nos dirigimos al 1ère. arrondissement. Se nos ocurre que quizá en un centro del consumo como son las galerías Lafayette encontraríamos algo para regalar a su madre. Y nada más entrar nos asalta el horror. Es como meterse en un Corte Inglés inmenso pero con más clase. R. se agobia a los dos minutos y yo intento mantener la calma para salvar el barco. Damos vueltas como ratoncillos desconcertados en un laberinto sin saber qué comprar. Estamos a punto de irnos sin nada pero al final escogemos la salida fácil y nos vamos con una bolsita cursi de Chanel (como las que Jean Philippe tiene en el baño de adorno) que contiene un paquetito pequeño y chic con un botecito de perfume Coco Chanel. Lo llevo yo, que hasta a mí me parece vergonzosamente cursi.
Entramos en una FNAC porque resulta que R. ha comprado ya un montón de cómics pero le falta precisamente el que en un principio buscaba: La théorie des gens seuls. Parece que todas las tiendas FNAC son exactamente iguales y eso es desconcertante: te hace olvidar que estás en otro país a menos que leas los cartelitos, que están en francés. La misma moqueta gris, los mismos chalecos verdes de los dependientes y cajeros (aunque estos me parecen más malhumorados que los de Barcelona), las mismas secciones, las mismas pilas de best-sellers (el diccionario pan-hispánico recomiendo usar el término "súper-ventas") en promoción... Pero al llegar al apartado de los cómics... (perdón, "bandes dessinées") ¡oh, sorpresa! Aquí ya se nota que no estamos en Barcelona, con su ínfima y triste sección. Aquí las BD ocupan, sin exagerar, tres pasillos enteros: hay montones de editoriales francesas, está ordenador por autor en cada editorial, hay gente hojeando y leyendo bd en cada pasillo, gente de todas las edades... Es inaudito. Nos miramos perplejos y maravillados antes de ponernos a rebuscar. Veo a una señora de unos 50 años llevarse un álbum de Monsieur Jean y no parece que sea para regalárselo a su sobrino. ¡Es para ella! Por supuesto que lo es. Aquí la gente lee bd, no piensan que son tebeos, que son libros con dibujos para niños... ¡Qué maravilla! No encontramos el libro y cuando le pregunto a la chica del chaleco verde por él nos dice que está agotado. Lástima...
Salimos en busca del número 14 del boulevard des Capucines. Según nuestra guía es donde estaba el Grand Café, y hay una placa que anuncia que allí, el 28 de diciembre de 1896, tuvieron lugar las primeras proyecciones públicas de fotografía animada por medio del cinematógrafo, aparato inventado por los hermanos Lumière (La sortie des usines). Nos cuesta encontrarla pero ya casi por amor propio lo conseguimos y nos hacemos una foto con ella.
Nos damos cuenta de que si volvemos al apartamento no tendremos tiempo de hacer las compras que nos faltan. Así que mejor buscar un restaurante donde comer algo o algún sitio donde comprar un bocadillo. En este barrio la opción mejor parece la última. Los restaurantes parecen muy caros (estamos en una zona turística y comercial) y vemos a los parisinos que salen de las oficinas comprar bocatas. Como nos apetece comer algo caliente decidimos ir en metro hasta Montmartre y buscar algo allí. Es tarde y los restaurantes que nos gustan allí son caros o están llenos. No nos decidimos y, para no perder más tiempo, acabamos comiendo una pizza en un sitio bastante corriente. También todas las pizzerías corrientes se parecen...
Nos dirigimos a la fromagerie donde habíamos comprado los quesos (no conocemos ninguna otra) pero está cerrada. Parece ser que no abren hasta las cuatro. Bien, vayamos primero a las cutre-tiendas 100% para guiris (esas seguro que no cierran) y luego volvemos. Sube, sube, sube escaleras. No me lo puedo creer: aquí también hay reaggeton (o como demonios se escriba ese "atun tun tun") supongo que porque las tiendas están regentadas por sudamericanos (que tampoco quiero decir que ser sudamericano signifique amar esa música del diablo).
Un dedal y un pin después volvemos a rue Lépic a comprar el queso. Estoy muerta de sed y paramos a beber en un rincocito que tiene un pequeño parque infantil (con una fuente diminuta). Al levantar la vista me fijo en la pared de baldosas, está toda repleta de pintadas. Es Le mur des je t'aime (La pared de los te quiero), en place des Abbesses. En su página web dice que pone "te quiero" en más de 300 lenguas diferentes. Era hermosa. Un buen presagio encontrarla por casualidad así. Localizo rápido el "te quiero". Pero no es la lengua en la que ahora lo siento. Es curioso que sólo adquiera pleno significado cuando está escrito en la lengua en la que se lo diríamos a la persona que ocupa nuestro corazón... Sigo buscando y lo encuentro. Me voy con una sonrisa en los labios. Lástima no habernos hecho una foto allí.
Junto a la tienda de quesos hay una pequeña tienda de bd que por fin encontramos abierta (la última vez nos cerraron prácticamente la puerta en los morros). Es nuestra última oportunidad de conseguir el cómic que buscamos. El dependiente no es muy simpático y nos dice que no le quedan ejemplares (así, secamente, sin acompañarlo de un "je suis desolé" ni nada). Desolados estábamos nosotros cuando, de repente, saca un ejemplar de algún lado y nos lo pone sobre el mostrador. ¡Aleluya!
Rápido, ahora los quesos, que aún tenemos que comprar los vinos y pan para hacer unos bocatas (el avión sale a las 22'15h), llegar al apartamento, arreglarlo, hacer los bocadillos, hacer las maletas... Y todo antes de las seis, hora a la que hemos quedado con Jean-Philippe para entregarle la llave y que nos devuelva el depósito (si lo cree oportuno). Empiezo a estresarme. Recuerdo perfectamente el montón de platos por lavar en la cocina. No vamos a tener tiempo, no vamos a tener tiempo...
Cuando llegamos a toda velocidad al apartamento me pongo nerviosa y estoy estresando también a R. Calma, calma... si nos ponemos los dos nerviosos va a ser aún peor. Nos repartimos el trabajo y él se pone a recoger el baño y el salón mientras yo friego platos ("tranquila o romperás alguno", me repito) y arreglo la cocina. Cuando acabo recojo lo que queda en la habitación y hacemos maletas. Justo estaba cerrando la de R. cuando llegó nuestro arrendatario. Da un vistazo concienzudo al apartamento, nos devuelve el depósito, nos despedimos y nos marchamos cargando con nuestras maletas y con una bolsa enorme del Intermarché llena de cosas.
Cogemos el metro hacia Porte Maillot. Las maletas pesan toneladas, sobre toda la de R. que va repleta de bd. Y al salir del metro nos metemos en una trampa. Debía serlo, una trampa para turistas, para que se queden atrapados en París cuando intentan marcharse, para que pierdan el autobús que va a Beauvais y el vuelo de Ryanair y tengan que quedarse una noche más en la ciudad, haciendo gasto hotelero. Sólo como una trampa puedo entender que una de las salidas del metro de Porte Maillot de a parar a una rotonda ajardinada, rodeada de tráfico por todos lados (el foso de los cocodrilos), sin salida y repleta de vagabundos alcoholizados (¿los cocodrilos?). Una plaza que, para colmo, no estaba asfaltada y tenía suelo de arena y piedrecillas: la mejor manera imaginable de dificultar el avance de una maleta con ruedas. Desesperados casi dimos la vuelta a la plaza buscando un inexistente paso de cebra o semáforo para salir de allí. Nos preocupaba perder el autobús. Me puse tan nerviosa y estaba tan enfadada con los urbanistas parisinos (con gran visión de negocio hotelero, sin duda) que, si hubiese estado sola, me hubiese sentado en el suelo o sobre mi maleta y me hubiese echado a llorar. Acumulación de tensión, supongo. Un chico (otra víctima más) nos preguntó cómo llegar a la estación de autobuses... ¡ojalá lo supiéramos! Por el suelo (como los esqueletos de anteriores víctimas de la trampa atrapa- turistas) se veían las marcas de más ruedas de maletas, impotentes ante tanta arena y piedras.
Con este panorama entré en un bucle y me hubiera pasado horas dando vueltas a la rotonda sin salida, hasta morir de cansancio o de inanición, tras ser atacada por los borrachos sin techo. Y mis huesos pelados (porque se llevarían toda mi ropa) quedarían allí, como advertencia a futuros turistas incautos. O quizá me acogerían y me uniría a ellos. Quizá todos ellos fueron turistas que quedaron allí atrapados y beben para olvidar sus antiguas vidas...
Afortunadamente no pasó nada de eso porque R. estaba allí y tuvo el buen juicio de decidir que volviéramos por donde habíamos venido y buscáramos otra salida en el subterráneo el metro. Casi discutimos porque yo quería seguir dando vueltas. Mi bucle me lo exigía. Pero manejó la situación con firmeza y nos salvó a ambos. Quedó demostrado, una vez más, que mi sentido de la orientación es nulo o está trastocado: siempre elijo la dirección contraria a la correcta.
Conseguimos dar con la estación de autobuses (siguiendo siempre la dirección contraria a la que yo elijo) y montamos dirección Beauvais. Ahora le tocó a R. pasar un mal rato por culpa del reloj adelantado del autobús. Tras haber tenido tantos problemas en sus vuelos aún tiene el trauma y se pasó todo el trayecto pensando que no llegaríamos a tiempo para embarcar las maletas, que perderíamos el vuelo por culpa de eso y un drama impresionante semejante al mío en la rotonda. Yo lo iba tranquilizando como podía, con el argumento de que íbamos en el autobús correcto y, por tanto, nos esperarían, que no podíamos llegar tarde, que no podían despegar sin una cincuentena de pasajeros.
Al llegar al aeropuerto caímos en el reloj adelantado del autobús y ya pudimos respirar tranquilos. Cuando llegamos no me pude fijar bien en el aeropuerto de Beauvais porque nos dejaron directamente en la terminal al lado de los autobuses. Esta vez sí pude hacerlo: donde estaba la puerta de embarque era una carpa, como una gran tienda de campaña, como las que monta Cruz Roja en caso de desastres o como las que tienen algunas discotecas. Una turbina de un avión mal orientada y nos vamos todos volando, carpa incluída. Evidentemente si el vuelo es tan barato debe ser por algo... Y los precios del bar eran de auténtico terror aéreo. ¡Anda que no fuimos felices zampándonos nuestro bocata de chorizo ibérico, a años luz de aquellos sandwichs envueltos en plástico (y con sabor a plástico, seguro) que vendían a precio de oro!
Subimos al avión a la hora prevista, recordando esta vez que debíamos sentarnos junto a la salida de emergencia porque el pasillo es más ancho y tendríamos más sitio para las piernas. Despegamos rumbo a Girona con puntualidad. Y sólo entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que decíamos adiós a París. Con tanto ajetreo no había podido pararme a pensar hasta ahora. Se acaban las vacaciones, volvemos a la rutina, a la normalidad del día a día, a Barcelona...
Al llegar recogimos las maletas y nos metimos directamente en otro autobús. Qué fea y vulgar me pareció Barcelona a media noche, qué feas las rondas, los edificios, el Besós... Qué diferente a París, nuestro París.... Y vuelta a arrastrar las maletas hacia Sagrada Familia por no coger un taxi que nos cobraría lo que le diera la gana por un trayecto nocturno tan corto. Hace calor. Y no llueve. Y llevo puesto el abrigo por no tener que llevarlo en la mano. Y hay ese bochorno pegajoso que tanto odio. Los tres pisos de escaleras de casa de R. ahora me parecen muy poca cosa, con mis piernas curtidas en subir a un sexto. Es casi la una.
¿Cómo puede ser que me haya habituado a algo tan pronto? ¿Cómo puedo echar tanto de menos una ciudad en la que sólo he estado una semana? ¿Cómo voy a poder dormir, comer, cenar, sin tener a R. a mi lado? ¡Cómo lo voy a añorar a todas horas! ¿Qué hay del sexo a diario? ¿Qué va a ser de mí sin poder despertar a su lado?
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